Yo nunca supe por qué, pero con ella siempre había una mariposa. Generalmente azules, se posaban en su cabello como broches de plata, sin moverse siquiera, adornando su presencia un poco más. Las mariposas parecían amarla. Llegaban en montones cuando ella las llamaba, y la cubrían de colores por todo el vestido. Ella tampoco parecía odiarlas: decía que quizás su destino era ser mariposa, pero el cielo se equivocó y la mandó como humana.
El día de su cumpleaños, le di un ramo de narcisos. Ella me recordaba la historia de la belleza de Narciso, y como llegó a convertirse en flor. Ella no dijo nada. Pero supe que le habían gustado, cuando una mariposa pequeña y roja llegó sobre las flores, como una mancha de sangre sobre la nieve. Su sonrisa lo confirmó, y me sentí feliz de complacerla.
Ella se fue un día de mayo, silenciosa como una flor que se marchita. Se despidió de todos cálida, por la tarde, para su siesta; no sabíamos que dormiría para siempre. sus ojos azules nos dieron la última sonrisa, acariciándonos a cada uno como solía hacerlo siempre. Era una tarde febril, pesada y naranja. Ninguna otra mejor para decirle adiós.
Ese día, una mariposa negra cruzó el umbral de la casa por última vez.