4/2/11

Nieve

El producto de una noche provechosa. ¿Continuará?


      -Siempre he podido oler la nieve – me dijo una noche de invierno. Obviamente lo tomé a loco, pues en la vida había nevado en ese pequeño pueblo, pero él se mostró inusualmente obstinado con esa idea. –Desde pequeño he podido oler la nieve, saber cuando se acerca, desafiante y silenciosa, hasta caer sobre el pavimento como kamikazes. Y seguramente, mañana nevará.
No quise seguir con su juego. No quería verme como tonta discutiendo por una corazonada que, además de loca, sonaba imposible. ¿Nieve, al principio del invierno, en mi encerrada ciudad en la que nunca se había visto un frío “real”, y sin ser anunciada por los pronosticadores? Absurdo. Contradecir eso significaría darle un peso innecesario, y no quería hacer eso. No estaba dispuesta a darle ni un poco de razón tomándolo en serio, por lo que di la vuelta, dando por zanjado ese asunto y dispuesta a dejarlo ahí, solo, con sus extrañas cavilaciones sobre la nieve.
Él siempre había sido así… o al menos durante los dos años que llevaba siendo su única amiga en esta ciudad. Extraño, mirando siempre al cielo, pensando en cosas para las que yo nunca me hallaba preparada. Era peculiar, incomprendido dirían algunos, inadaptado. Pero por alguna razón, en mí tenía el efecto contrario al que causaba en los demás. Mientras erigía un muro repelente para todos, a mí me atraía, haciéndome actuar como una mosca que vuela directamente a la luz fluorescente de algunos restaurantes.
Cada vez me sentía más absorbida por su extraña personalidad, tan tímida y desafiante a la vez. Algunas veces, cuando estaba lo suficientemente inspirada, me daba el lujo de pensar en él como el “yin” de mi “yang”, como la otra parte de mi alma. Como mi complemento perfecto, en algunas ocasiones. Pero cuando comenzaba a otorgarle más y más atributos románticos a nuestra relación, me obligaba a mí misma a detenerme, y borrar de mi memoria (y de mi corazón, en cierto sentido) cualquier rastro de idealismo adolescente que lo manchara.
Por alguna razón, no me permitía pensar así de él. No quería arruinar esa amistad que tanto me había costado mantener, y que tanto valoraba en ese punto de mi vida. Cuando mis pensamientos se teñían más de rosa, yo los volvía blancos de nuevo, y hasta grises. Y eso me mantenía cuerda, y a él, lo volvía mi mejor amigo.

Esa noche fue una de esas que el sueño me abandonó.
Se estaba volviendo normal pasar la noche en vela, como vampiro moderno, dejándome sorprender por el primer rayo de sol mientras llegaba a los 3 millones de ovejas en mi cabeza. Del sueño, ni un atisbo. Parecía que mi cerebro cobraba vida apenas la primera estrella parecía en el cielo, y me obligaba a pensar en situaciones, ideas, personas, temas varios y problemas sin fin. En fin, que se me estaba haciendo costumbre dormir un rato en el día y permanecer despierta mientras los demás viajaban a cumplir sus fantasías soñando.
Para no pensar en él, como también parecía suceder con mayor frecuencia, me ocupaba con cosas menos triviales que el amor: dibujaba siluetas sin rostro en el reverso de los recibos que se acumulaban en mi buró, tejía bellas pulseras que se iban a adornar las muñecas de los diferentes niños que cuidaba para mantenerme ocupada, cambiaba de lugar los muebles que, a su paso, dejaban marcas por el piso de mi sala, o me quedaba ahí, en medio del salón, sobre la mullida alfombra verde chillón, ejercitando mi cerebro dejándolo en blanco durante el mayor tiempo posible.
Pero, debo admitirlo, soy una chica banal: él siempre vencía a las ovejas, superaba las pulseras, se volvía una de las siluetas, y llenaba el espacio en blanco que mi cerebro se esforzaba por mantener.
Y así me pasaba los días viéndolo decir las cosas más incomprensibles, y las noches pensando en todos los significados de sus palabras sin sentido. ¡Diablos!