28/2/09

Acecho, parte 2

El acechador está cerca.
La ha visto, y se acerca lentamente, desafiando sus instintos que le obligarían a correr en un momento como este.
Ella está ahi, indefensa, frágil contra su fuerza de cazador. Sonríe, mostrando los dientes blancos, los colmillos afilados, la mirada asesina. Su presa está a punto de caer en sus garras.
Cuando un rayo de sol asoma entre los árboles, el tiempo se detiene para él. La razón está volviendo. Puede ver la escena que está a punto de desarrollarse: el calor de su cuerpo, el olor invitante, el color de sus mejillas antes de... Y la vida, la vida escapándose de su cuerpo mientras yace entre los brazos de su asesino. La última mirada, la mirada que siempre lo despide con un sentimiento distinto, dependiendo de su víctima. ¿Qué sería ahora? ¿Dolor? ¿Rabia? ¿Tristeza? ¿Pánico? ¿Odio?
Odio... pensar en eso lo congela. Quitarle la vida a la persona más importante, ¿cómo podría? ¿Cómo vivir cuando la única razón de tu existencia yace inerte entre tus brazos, y el único culpable de eso eres tú?
La necesita para seguir vivendo, de todas las formas posibles en que uno puede necesitar de otro.
El viento ha soplado de nuevo, llevando hasta él ese atrayente olor de su presa. La razón parece estar ganado sobre sus instintos, pero eso cambiará en cualquier momento.
El cazador ha sonreido de nuevo, pero su mirada no refleja esa sonrisa.

26/2/09

Acecho, parte 1

El bosque está inesperadamente callado.
La chica se ha detenido después de andar sin rumbo durante varias horas. La sombra refresca el ambiente, y el claro hace lo mismo con sus pies: el ardor le impide seguir avanzando.
Ella no se ha dado cuenta del peligro que el silencio advierte. Un cambio en el ambiente ha ocasionado que todo a su alrededor siga a sus instintos y se refugie en las madrigueras. Pero ella no tiene instintos.
Un poco de agua ahora moja su cabello. Ha usado su botella para tomar agua y lavarse la cara y despejarse la cabeza del calor y el sudor. El camino ha sido largo y cansado, y lo que le espera pinta para ser más de lo mismo.
El sueño y la tranquilidad están empezando a vencerla. El viento hace sonidos extraños cuando acaricia las hojas de los árboles, y para ella es sólo un arruyo, una cuna que la invita a descansar.
No se da cuenta que su acechador ha avanzado un poco más hacia ella.
Ahora lo ha sentido. No tendrá instintos, pero si tiene una sensibilidad nata que le permite reconocer la verdad en las palabras, los rostros y, como ahora, a veces parece que oye campanitas dentro de su cerebro.
Su acechador está muy cerca.
Ella piensa a velocidad ultrasónica. Nunca ha sido una cobarde, y nunca ha huido en lugar de luchar. Y ahora, que todo dice que debería abandonar sus intenciones, sólo se ha quedado ahí, quieta...

22/2/09

Una lágrima

Mis padres me inscribieron en un colegio para que estudiara la primaria. Bueno, a mi y a mi hermano. Dentro de las clases que llevabamos estaba, obviamente, la materia de Educación en la Fe, además de los rosarios cada miércoles, el ir a misa cada domingo como obligación y las constantes alusiones a la religión. Para mi, se hizo una suerte de costumbre hacer todos esos rituales destinados a una divinidad cuya existencia estaba sólo supeditada a nuestra fe.
¿De qué sirve esta introducción? Bueno, a una anécdota que voy a contar a continuación.
No recuerdo qué estaba haciendo ese día, ni qué pasó que me llevó a acabar llorando desconsolada en mi cama. En realidad, el recuerdo es muy borroso. Lo que sé es que mi hermano llegó a consolarme, aunque de una forma que ahora me parece un poco peculiar. Se acercó a mi, se sentó a mi lado sobre mi cama, y me dijo, aunque quizás no con estas palabras: "No llores. No debes llorar, porque llorar es pecado". Obviamente, dejé de llorar, más por confusión que por consuelo, y le pregunté porqué estaba prohibido llorar, porqué era pecado llorar. Su respuesta, la cual es un poco menos borrosa, aun ahora me sorprende: "En la escuela lo dijeron. Llorar es pecado, porque Dios te ha dado motivos suficientes para ser feliz. Tienes todo para ser feliz, para estar contenta, para reir, que llorar es un egoísmo, y no tienes ningún derecho para hacerlo. Por eso es pecado llorar".
En ese momento, lo único que hice fue limpiarme las lágrimas, aunque no entendía muy bien lo que mi hermano quería decirme con eso (quizás deba mencionar también que mi hermano es un año y medio menor que yo, y que para ese momento eramos unos niñatos de no más de diez años). Sólo entendí que llorar era pecado, y que como tal debía ser evitado.
No he olvidado la anécdota; sin embargo, no he podido aplicarla en mi vida diaria. Tanta sabiduría infantil ha quedado un poco relegada, porque he encontrado un desvío.
Lloro no porque sea egoísta, ni porque carezca de motivos para ser feliz. Lloro porque mi corazón está tan lleno que desborda, porque mis emociones son tantas que no encuentro otra forma de expresarlas que con una lágrima. Lloro porque siento, porque reir no es suficiente, porque suspirar no me complace. Lloro, porque sería más egoísta quedarme con todas esas emociones, con todos esos sentimientos para mi sola. Lloro porque Dios me ha dado la capacidad de hacerlo, porque es la mejos forma de hacerle saber que sigo siendo tan humana como en el primer momento que me dejó ver la luz del sol.

Sólo para que sepas: esta vez no es ficción.

21/2/09

Primera Leyenda del Sol y la Luna

Me gusta ver la Luna de día, como si se hubiera equivocado.

Dicen que hace mucho tiempo, antes de que hubiera vida sobre la Tierra, sólo había caos y oscuridad. No había día, no ahbía noche, no había un cielo y un mar. Y la Luna y el Sol pasaban su existencia juntos, abrazados como amantes.
Entonces, Dios (o Zeus, o Alá, o quien más convenga), salió a ver que pasaba en el planeta que había creado y abandonado a su suerte, y se dio cuenta de que la Luna y el Sol hacían el amor todo el tiempo sobre el cielo que Él había creado, y se molestó al ver que estaba mal.
Entonces decidió poner orden: separó al tierra del cielo y del mar. Y separó a la Luna del Sol.
El Sol era grande, fornido y poderoso: resplandecía por su fuerza, y su calor parecía necesario para mantener la vida en la Tierra, por lo que lo eligió para aparecer durante el día: su luz daría guía, calidez y protección a todo ser viviente.
La Luna no era como él. Débil y pálida, el Señor la mandó a aparecer cuando el Sol se fuera, manteniendo un ténue resplandor para mantener a salvo a todas las criaturas de la Tierra. Así, ambos amantes permanecerían separados, para beneplácito del Sol.
Durante un tiempo pareció funcionar.
El Sol irradiaba calor. Su fuerza no parecía disminuir jamás, y las criaturas que comenzaban a habitar el planeta lo alababan como si él mismo fuera una especie de dios. Todo iba bien para él.
Pero en las noches, la Luna se consumía por su dolor. Su débil rayo se desvanecía noche tras noche, y su bella figura iba menguando conforme el tiempo pasaba. Su amante se había ido y no podía verlo, y la tristeza estaba acabando lentamente con ella.
Dios se dio cuenta de que pronto la Luna iba a desaparecer en el cielo. Se apiadó de ella, pero no lo suficiente como para regresarle a su novio. En vez de eso, pintó el cielo con millones de diminutos puntos luminosos, de estrellas, que acompañarían a la Luna en sus noches de pena y la alegrarían con sus destellos, así ya no estaría sola. Pero la Luna seguía deprimida. Las estrellas, aunque formaban un exccelente grupo de amigas, no llenaban el enorme espacio vacío que dejaba el Sol.
Y entonces Dios ablandó su corazón, y le premitió a la Luna volver a ver a su amado. Cada vez que su tristeza fuera tanta, que no le permitiera mantener su luz en el cielo, la Luna podría salir a ver a su amante, y oscurecer el cielo para hacer el amor. Y la gente lo llamó Eclipse.

Creo que la Luna ahora escapa más frecuentemente, y vigila casi escondida en el cielo de la tarde a su novio, sin que Dios se de cuenta.

16/2/09

Tres veces.

El telefono sonó tres veces, antes de que pudiera atenderlo. La verdad, ya no me importaba saber qué pasaba, quien llamaba o para qué. No me importaba saber quién seguía vivo, porque la persona que me mantenía a mi viva ya no estaba en este mundo.
Corté la llamada dos palabras después.
Me había despertado contenta, feliz al ver el primer día de sol en tres meses, y estaba planeando toda mi rutina alrededor de este hecho intrascendente. Después de todo, no sabía cuando volvería Dios a tenerme compasión y mandarme la luz del sol. Así que, como es natural, lo llamé a él primero.
El teléfono sonó más de tres veces, pero nadie respondía. Algo oprimió mi corazón, pero deseché cualquier pensamiento oscuro que mi cabeza hubiera sembrado. Más bien, imaginé los posbiles escenarios que llevarían a que mi sol personal no contestara una llamada mía.
La ducha, dormido, el desayuno, sus padres, el teléfono sin sonido... todas esas ideas cruzaron por mi mente mientras volvía a marcar el número, esta vez sin esperar su respuesta. Tres veces sonó de nuevo sin que él atendiera.
Ansiedad se volvió a atorar en mi garganta. Decidida a hablar con él, sin importar lo que pudieran pensar sus padres de una llamada mañanera, teclé el número de su casa, con un hoyo en el estómago por lo que pudiera suceder.
Tres veces sonó, y tres veces más. Y nadie atendió.
Pánico.
Dolor.
Corrí a través de las pocas calles que separaban nuestras casas, con la firme intención de encarar los hechos, fueran los que fueran. El estómago lo tenía hecho trizas, la gente se quedaba observando mis pijamas, y las piedras del pavimento se enterraban en mis pantuflas, pero necesitaba saber la verdad.
Y la verdad era un eclipse permanente, del que mi sol personal nunca podría salir.
Tres veces sonó mi teléfono otra vez. Esta vez, lo dejé así: la voz que yo necesitaba oir, no se comunicaba por teléfono.